domingo, 23 de enero de 2011

UNOS DÍAS POR ARABA II: EXCURSIÓN A URDAIBAI

Paisaje de Urdaibai
Desde el campamento base, y aprovechando las distancias, decidimos abandonar el interior para ver otros lugares.
Nos dirigimos al azul. Pero no a cualquiera. No queremos esqueletos de playas, ni chiringuitos, ni nada de eso. Llegamos así, a Uradaibai. Reserva de la Biosfera. Allí el monte, digno, ufano, lleva sus encinas hasta los acantilados.


Mar Cantábrico

Así que iniciamos el camino, dejando atrás coníferas y eucaliptos tan tediosos. Nos dan la bienvenida los reyezuelos listados (Regulus ignicapillus) y los petirrojos (Erithracus rubecula). Los primeros revoloteando como colibrís, de rama en rama, pequeños azucarillos. Los segundos más descarados, casi cabreados por la violación que estamos a punto de acometer. ¿O es que pretendemos pasar tan tranquilamente a su reino, sin pedir permiso, ni nada?

Erithracus rubecula

Antes de meternos en la selva, y con el permiso concedido, echamos un último vistazo al panorama que se extiende a nuestro alrededor. Es curioso como los colores pueden cegar casi tanto como la luz directa a los ojos.

Panorama de Urdaibai

Con el pecho lleno bajamos la vista para controlar el camino que nos lleva al interior del reino del petirrojo. Y al entrar el cerebro se satura de verde. Las encinas (Quercus ilex subsp. ilex) y madroños (Arbutus unedo) nos devuelven las horas de luz acumuladas con una intensidad increíble. Tan sólo la caliza rompe este verdor y son los musgos y los helechos diversos los que se encargan de hacer callar a la roca y concordar el paisaje.

Encinar

Selva primitiva, bosque ancestral. Rompe en el borde del acantilado, asustada por la verticalidad. Vuelve el azul. Y el gris. Pero como atraídos por un instinto primario volvemos a la silva, casi láurea, casi (sub)tropìcal. Buscábamos dinosaurios, un oportuno T-Rex, o el silbido de un Pterodáctilo. Pero de repente llegamos a la civilización.


Elantxobe

Elantxobe se nos presenta en una inestabilidad perfecta. Los tejados rojos, los patios verdísimos, rompen en el paisaje contra el mar. Bajando y subiendo por sus empinadísimas calles se nos contagia una tranquilidad que parece ser norma entre sus gentes. Descendientes de los balleneros. Gentes de largos viajes al vaivén de sus barcas.
Por fin alguien dice algo decente (cuánto me conoce...) y recompensamos el final de la caminata con un carajillo y un cigarro en el poyete de la puerta de un bar. Espectadores de lo que en otros tiempos hubiera sido: El niño que corre hacia su padre, que por fin llega de alta mar, y con un buen pedazo de carne; el viajante que trata con el patrón las barbas para los corsés que compraran las burguesas bilbaínas; los ancianos (muy posiblemente en nuestra posición) añorando la mar a la que el reúma les impide atacar...

Larus michahellis

Por suerte, el ron no nos dura mucho mas tiempo en la cabeza que cinco minutos. Tras un eskerrik asko al devolver las tazas nos acercamos al puerto donde una pequeña bala azul (Alcedo atthis) nos sorprende casi tanto como nosotros a él. Sentados en el espigón, imaginándonos las chimeneas de las ballenas, disfrutamos del azul y sus habitantes. Unas cuantas gaviotas patiamarillas (Larus michahellis) y un apuesto cormorán moñudo (Phalacrocorax aristotelis subsp. aristotelis) vestido con sus mejores galas nos distraen del hipnótico vaivén marino.

Phalacrocorax aristotelis aristotelis
 Pero hay que moverse. La expedición no acaba aquí. Así que subimos las calles de Elantxobe y sus colores para llegar al coche. Y de aquí a la carretera. Bordeando la costa las dunas nos sorprenden. Y tras ellas las rocas. Tan diferentes, las playas, en esta época se nos ofrecen salvajes. Los movimientos. Los colores. Las luces. Paramos para intentar captarlos en un recuerdo digital. Él tendrá más suerte, seguro.


Litoral de Urdaibai















Y la luz se nos va. Se despide ofreciendo otros colores, nuevos. Y nosotros nos despedimos. De las playas, de las rocas, de la ría. Del azul. Volvemos al verde. Parece que ya huele...

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